Familia


        EDUCANDO EN POSITIVO

Al escuchar expresiones del tipo a: “está bien cuidado”, “está bien educado”, “la familia le proporciona todo lo que necesita”,… las personas automáticamente tenemos la representación mental de un bebé o de un niño al que le dan bien de comer, un niño limpio y aseado, un niño que sonríe, un niño rodeado de juguetes de colores, si pensamos en un niño ya más mayor podemos tener la imagen de cómo saluda a un compañero de guardería o de cómo da las gracias cuando alguien le regala una piruleta.

Instintivamente, vemos imágenes que se relacionan con la cobertura de necesidades básicas, algunas de ellas para el propio niño (alimento, limpieza, protección, afecto); otras relativas a la relación del niño con su entorno (respuesta a las demandas del exterior, trato con sus iguales). Esta visión es positiva, desde el punto de vista evolutivo y adaptativo, pero resulta insuficiente para el desarrollo integral de la persona.

Es necesario ver al niño como un todo. Cuidarle por fuera, pero también hacerlo por dentro. La forma de dirigirnos a él/ella, el tiempo que le dedicamos, la atención real que le prestamos, cómo le damos instrucciones, qué valoramos de su persona, cuántas veces decimos lo orgullosos que estamos de él/ella, cuántas veces expresamos de forma manifiesta nuestro afecto…

Cuando es bebé, le estimulamos con caricias, con canciones infantiles cantadas a media voz, le damos masajes, le mecemos para que duerma o se tranquilice, nos dirigimos a él/ella con lenguaje maternal, jugamos al cucu-tras, a los cinco lobitos, nos tiramos al suelo para jugar olvidando la mala noche anterior, esbozamos una sonrisa cerca de su cara… Estamos, en definitiva,  cubriendo sus necesidades de estimulación social, emocional y afectiva.

Cuando ya anda, ponemos a su alcance juguetes que despiertan su curiosidad, que le hacen reaccionar, disfrutar y desarrollar su inteligencia. Aumenta nuestra interacción con él/ella, porque es más reactivo ante las relaciones y porque demanda mayor atención del entorno. La casa se convierte en su parque de atracciones particular.  Aquí comienzan los límites verbales y las primeras órdenes: “no te acerques a esto que es peligroso”, “cuidado”, “no toques, caca”, “ve con papá”, “ven aquí”,… Se hace necesario encontrar el equilibrio entre dejar que explore lo que le rodea –como fuente significativa de aprendizaje- y los peligros que entrañan ciertos objetos y ciertas situaciones a edades tan tempranas

A partir de los 3 años, el niño sigue siendo un gran explorador, aunque la finalidad es bien distinta. Comienza a cobrar mayor importancia su individualidad y poder satisfacer por sí mismo muchas necesidades personales. Los adultos podemos contribuir mucho al respecto, poniendo a su alcance lo necesario para conseguirlo. El niño, ahora ya,  es bien consciente de cómo funciona su entorno y del papel que juega dentro del mismo.

Sin desmerecer el peso de la herencia genética, resulta imprescindible plantearse cómo el medio, los factores ambientales, pueden moldear al niño y sentar las bases del futuro adulto. La familia como primer agente socializador –y el más importante-, la escuela después –y siempre como apoyo a la familia-.

En el domicilio familiar: cuando nuestro tono de voz habitual, es tranquilo y bajo, el niño se muestra relajado y adopta el patrón de hablar despacio como algo “natural”; cuando nos damos abrazos y besos con frecuencia, el niño aprende que las manifestaciones afectivas son positivas y necesarias para relacionarnos con los demás; cuando quitamos la televisión al sentarnos a comer, el niño aprende que es un momento importante del día en el que la familia se reúne a hablar de sus cosas; cuando dejamos de hacer lo que estamos haciendo y escuchamos lo que el niño tiene que decirnos (independientemente de la importancia que tenga), el niño se da cuenta de que “él y sus cosas” son importantes para nosotros y se anima a seguir compartiéndolas con nosotros en el futuro;  cuando permitimos que opine sobre algo en nuestras conversaciones; cuando le preguntamos por su opinión; cuando contestamos a sus preguntas y satisfacemos su curiosidad; cuando le preguntamos qué tal su día en la guardería o el colegio; cuando nos centramos más en las cosas que es capaz de hacer y menos en los fallos que comete; cuando cambiamos el “esto no debes hacerlo” por el “te voy a explicar exactamente qué es lo que quiero que hagas”; cuando jugamos con él/ella; cuando le felicitamos por la tarea bien hecha; cuando evitamos hacer comparaciones; cuando le tratamos con respeto, recibimos el mismo trato…

El niño, en muchos aspectos, se comporta como un libro sobre el que podemos escribir los adultos: recibe información –positiva o negativa- la asimila, la hace suya y la pone en práctica con los demás y consigo mismo tal y como le han enseñado a hacer en sus primeros años de vida. Esto se puede afirmar sin entrar en polémica con el peso que la carga genética nos imprime -el potencial no se manifiesta si el ambiente no facilita su desarrollo-.

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